A primera vista, todo lo que brilla es oro. Y algo así pasa con las redes sociales y las apps de citas. Antes estábamos obligados a ir a reuniones en las que nos sentíamos extraños, siempre con la idea de “ampliar mundo” y conocer gente. O aceptar encuentros a ciegas porque un amigo creyó que estábamos hechos el uno para el otro.
Imaginemos una megaciudad como Buenos Aires. ¿Cómo encontrar justo a alguien que nos entusiasme entre tantos millones? Ahí llega la magia de Tinder y sus amigos. Desde donde sea, te acercás o tomás distancia de los posibles candidatos. El proceso continúa con algún intercambio hasta que llega el momento de lo real: verse, sentirse, terminar con algunas máscaras propias de lo digital.
Y acá se produce la incertidumbre. No deja de ser una primera vez por más contacto virtual previo y eso convoca a todos los fantasmas. ¿A quién tengo enfrente? ¿El “match” previo me asegura algo? ¿Y si no hay onda, cómo me evado?
En los contactos a través de internet conviven dos tendencias que se contraponen. Por una parte, está la maravilla de intuir un universo a disposición, elegir, conversar. Y todo sin moverse del teléfono. Por otra, la mente humana va más lenta que el desarrollo tecnológico. Todas esas posibilidades se nublan un poco cuando no existe el sexto sentido en vivo, ese que percibe lo que se ve y se dice; lo que se oculta y calla. Quizás en un par de siglos se vaya desarrollando esa sensibilidad, nuestra generación no lo verá. Estamos atados, a nivel cerebro, a una intuición analógica.
Mi convicción es que pese a estas ¿interferencias? las búsquedas de pareja online van a acrecentarse. Aún más. Es una cuestión de probabilidades. Veamos: en el cumpleaños de tu primo conocés a alguien que esté solo o sola. Pero tenés que ver si hay onda (¿eso cada cuánto pasa?). Igual sucede con un compañero de trabajo. En cambio, la opción digital es ya, aquí y ahora. Tiene sinsabores, pero la balanza se inclina hacia el lado de la sed. O eso dicen.