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La vena de Julia Roberts

Mi abuela María Elena se murió a los 96 años y me dejó a Julia Roberts. Eso es lo que tengo yo de ella. Hay otras cosas también, el sabor de lo dulce, el gusto por las cucharitas de mango largo, pero las ganas con las que ella miraba a Julia Roberts en Mujer bonita, cada día que la pasaban en el cable, dos veces si era necesario, cada vez que me gritaba desde el cuarto del fondo neeenaaa, venís y me ponés en el cusifai a Julia (mi madre le había comprado un reproductor de DVD y la película pirateada, y mi abuela a los aparatos que no entendía les decía cusifai), esas me las dejó todas a mí. Yo también la miro a Julia así. En Closer, en Espejito, espejito, en Todos dicen que te amo, en Comer, rezar, amar, en Wonder, completamente obnubilada por los ojos que tiene, que si uno se olvida parecen rojos, su cuello saludable, sus labios parejos, el lunar puntual sobre uno de sus pómulos, esa nariz, siempre lista para salir a la pasarela. Completamente obnubilada y tremendamente interpelada porque qué evento de la naturaleza la creó y le metió todo lo que tiene y que no es lo que se toca, la voz, esa liviandad para marcar la sonrisa, el talento de la normalidad, el brillo que parece dejar atrás al dar un paso en cualquier dirección.

Me puse a pensar en esta herencia el otro día porque de puro zapping (¿se usa esta palabra aún?) encontré Erin Brockovich y me molesté al recordar que fue recién con esa película que le dieron un premio Oscar. La número 24. No quiero meterme en la discusión académica del fondo y la forma, de cómo tienen que ser dichas las cosas según las cosas mismas, pero Julia siempre lo dijo bien. Sin embargo, el reconocimiento se lo dieron por un papel en el que interpreta a una madre soltera de tres (que existe de hecho) y que trabaja con el tiempo que no tiene en un caso de contaminación ambiental contra una empresa. Un cliché. No necesitaba de una historia comprometida para entender lo buena que es.

Ella tiene algo del aire. Cuando abre la boca para decir, cuando se queja porque tiene razón y su pelo, sea en rulos, sea lo contrario, la acompaña en el ritmo, cuando pasa lo que sucede y en su frente, casi en el medio pero no tanto, se le llena de sangre una vena que en ella es marca porque es un llamado, esto que pasa importa. En Notting Hill, frente a Hugh Grant, después de maltratarlo una gran primera vez y luego buscar refugio en su casa porque en las calles de Londres su nombre es un escándalo; en Mujer bonita, al discutir con Richard Gere porque su abogado le dice prostituta y ella se siente humillada; en La boda de mi mejor amigo, en el momento en que se prueba el anillo que es para Cameron Diaz y no se lo puede sacar del dedo; en Erin Brockovich, cuando Albert Finney viene a darle su cheque por el trabajo realizado y le dice que al final la cifra no es la pactada y ella se enoja porque cree que es menor. La vena avisa. Comienza a crecer, a expandirse lento por debajo de la piel, su piel blanquecina, casi en el centro de su rostro, su rostro de collar de perlas, y quien mira sabe que está a punto de ver un gran momento. La vena, el destino de lo que le pasa por dentro porque Julia acumula desde la punta de los pies.

Verla actuar es un poco recorrer cada pasillo del Louvre de París. Un movimiento que satisface por estético. La forma por la forma. Bravo. No es cierto que hay que justificar la fascinación a partir del contenido, eso es agotador. Lo bello vale. Y ella importa incluso si el fondo no. Como un buen tatuaje.

Su nombre entero es Julia Fiona Roberts, nació en Georgia en 1967, fue bautizada como católica pero se convirtió al hinduismo, tiene tres hijos, millones de dólares y la habilidad para ser la que quiera. Se monta, se desarma, lo vuelve a hacer. Otra vez la forma. La suya. Aplausos.

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