Yo quiero que gane Marcos porque no critica a nadie. Yo quiero que gane Silvana porque es ama de casa. Yo quiero que gane Thiago porque era cartonero. Yo quiero que gane tal porque le pasó tal cosa. Cada vez que en la Argentina se inaugura un reality se repite este tipo de frases que invitan a repensar el género.
¿Qué se busca cuando se elige a 18 personas para que vivan todas juntas en un encierro? ¿Al más buenito? ¿Al que no critica a nadie, al que no tiene estrategias, al que casi no habla, al que la pasó mal? O cuando se encienden las cocinas de MasterChef, por ejemplo, ¿van detrás de un posible chef o de alguien que sólo sueña copiando fotos de Instagram pero desconoce sabores?
De la mano de Gran hermano -formato holandés creado en en 1999-, el reality se instaló en todas las televisiones del mundo, y ahora en las plataformas de streaming. Salvo GH, cuyo objetivo es lidiar con la convivencia obligada desconectada del afuera -y, tal vez, la principal prueba de los participantes pase por la resistencia del encierro y la tolerancia-, la mayoría tiene una habilidad, destreza o un don que debe demostrar.
Entonces, por qué de pronto, desde las producciones o desde los jurados, se mete de prepo el peso de la historia de vida como un elemento determinante. Está fuera de debate que un pasado de carencias, o una limitación física, psíquica o emocional merece un respeto por fuera de cualquier reglamento.
Una, por evitar el golpe bajo o la piedad en un marco que no corresponde, y, otra, porque termina perjudicando al que llega a ese reality cumpliendo los requisitos, pero no tiene una situación previa de imposibilidades ajenas al tópico en cuestión.
Y cabe aclarar que los participantes en cuestión no buscan privilegios ni condescendencia. Pero desde el riñón de esos programas se los pone en vidriera.
Decime de dónde vienes y te diré si quedas
¿Historia de vida fuerte mata la capacidad de competencia de los otros?
¿Por qué la zanahoria de la superación, al costo que sea, tiene que valer más que la formación? La televisión no debería ser el espacio en el que se diriman esas hondas cuestiones sociales.
La pregunta del millón
Esa decisión de rescatar a uno, ¿no perjudica al resto? Porque si la regla base del reality es ir sacando gente rumbo a un ganador de lo que sea (de encierro, de supervivencia, de destreza física, de pastelería, de gastronomía en general, de canto, de baile…), si el que se tiene que ir se queda por capricho del jurado o la producción, los otros que hicieron lo mejor para quedarse tienen la final cada vez más lejos.
Algo parecido sucedió con Antonio, el más cuidado y mimado del ciclo, que una noche se fue porque su plato no tenía defensa, pero con la certeza de que al día siguiente volvía con el pelotón del repechaje. Y, desde ese minuto cero, los fans del ciclo sabían que lo iban a dejar hasta ahora, cocinara lo que cocina. Y acá sigue, por lo menos hasta el domingo, entre los cinco finalistas.
El domingo pasado presentó un postre deshecho de polenta, dulce de leche y banana, pero el jurado eligió que se fuera Aquiles, a quien no le quedó bonita su copa de dulce de leche, pero hubo aroma a injusticia. Aquiles, como Rodolfo y Rodrigo, son de esos participantes que saben cocinar y saben contestarle al jurado. Y se supone que vienen de pasados más cálidos que el de Antonio, ¿pero eso debería tallar a la hora de un reality de cocina?
O hacé un reality de historias de vida difíciles -que de hecho casi todos las tenemos- y competimos todos con las mismas cartas.
En un reality de lo que sea que gane el mejor en los suyo. Porque, si no, los que más saben de esa materia terminan perdiendo ante el naipe marcado. De hecho, este MasterChef no gusta tanto como antes -lo dicen los números del rating-, porque la balanza no estaría funcionando. Y no precisamente la de los alimentos.