Dice José María Peyró que existen 4 dimensiones del ambiente de negocios: la simplicidad, la estabilidad, la aleatoriedad y el acceso a recursos.
Todas cambian a menudo en Argentina, lo que complejiza el desarrollo de la actividad económica. Y uno de los efectos es que pasamos de ser una economía “barata” a ser una economía “cara” (o viceversa) según se midan costos y precios.
El tipo de cambio incide mucho en estos procesos. Y, en los últimos días, hemos reingresado en la discusión sobre si padecemos “atraso cambiario” (y nos convertimos otra vez en “caros”). Una vez más, emerge el reclamo de reducción de costos medidos en moneda dura a través de la solicitud de un ajuste cambiario.
Pero la experiencia muestra que el “pass through” suele “licuar la licuación” en breve y que la misma inestabilidad agrava problemas (Argentina y Venezuela son los países con mayor depreciación nominal de su moneda y peor performance exportadora en lo transcurrido del siglo).
Pues otra manera, sistémica, de analizar la situación es atacar costos, rigideces e ineficiencias que han pervivido por años. Que, si se redujeran, permitirían depender menos del ajuste cambiario.
Así, el primer problema argentino para las empresas es la inestabilidad. La inflación dificulta el cálculo económico y empeora la asignación de recursos. Mas de 2.200% de inflación acumulada en el último lustro (según Bloomberg) es una valla demasiado alta.
Detrás de ello surge el sobreintervencionismo reactivo que nos rigidiza, empobrece y encarece (estamos 145 -entre 172 medidos- en el ranking de libertad económica de Fundacion Heritage, que nos califica “economía reprimida”).
Luego impactan los costos tributarios. Argentina comparte con algunos países pobres el podio de mayor presión impositiva contra empresas (tercer peor lugar, según Azora L.S.). Lo que se relaciona con un gasto público de alrededor de 40% del PBI: una pesada carga contra la competitividad.
A lo que debe sumarse el costo financiero. El crédito al sector privado representa -consecuentemente- solo 6% del PBI (según Banco Mundial en el planeta llega a 144% y en América Latina a 56%) y el riesgo país está aún sobre 1.200 puntos básicos (y excluye a muchas empresas de la elegibilidad exterior).
Deben agregarse los costos burocráticos: según el IB-LAT 2022 Argentina -con 800 horas- es el segundo país con mayor cantidad de tiempo destinado a tramites de Sudamérica (el primero es Venezuela).
También es difícil el acceso a recursos, insumos y bienes de capital: somos el país con menor acceso a importaciones de América Latina (15% del PBI contra un ratio continental de 30%, según BM). Y es pernicioso el marco de referencia del empleo formal, que nos lleva a una productividad laboral mínima: nuestra posición en el ranking mundial de productividad laboral está 40 lugares debajo de nuestro lugar mundial según el PBI nominal; y nuestra productividad laboral -según OIT y entre 181 países- equivale a solo la mitad del promedio mundial (es apenas 20% de la de quienes lideran).
Hay que añadir la mediocre prestación de servicios públicos debida a una economía que ha desalentado la eficiencia. Y sumar los desincentivos para la exportación: el 70% del comercio internacional en el planeta ocurre entre quienes redujeron a 0% sus aranceles en frontera (la cantidad de tratados de libre comercio en el planeta creció de 84 a 368 en este siglo) y nosotros (fuera de este movimiento) pagamos altos aranceles y costos de ingreso en el 75% de nuestras ventas externas.
Todo, en una economía cerrada (con baja competencia).
Por ende, ese reclamo de ajuste cambiario es, también, la búsqueda de un atajo que reduzca el impacto de problemas de competitividad sistémica. Y lleva a evaluar que algún día hay que corregir el sistema para no caer solo en el lamento por sus efectos.
Lo que, a la vez, nos incentivaría a movernos (como está ocurriendo en los países exitosos a través de una revolución microeconómica) desde el preeminente paradigma del menor costo hacia el del mayor valor.