Entré en la maternidad obviando las lecturas sobre el asunto. Hay mucho donde elegir, desde manuales prácticos hasta novelas, y era plenamente consciente de ese filón que editoriales de todo signo han explotado en la última década. De hecho, como periodista cultural había dado cuenta de la “tendencia” en algunos artículos cuando el fenómeno empezó a despuntar. Así que fue una decisión informada en la que secretamente me reafirmé cada vez que alguien me hablaba de algunos de los títulos clásicos, como el superventas “Qué esperar cuando estás esperando”. No, yo no iba leerlo. La única excepción fue una novedad editorial del otoño pasado, “Un trabajo para toda la vida” de Rachel Cusk, el polémico libro en el que narra su experiencia como madre de un bebé llorón. Me invitaron a hacer una charla con la autora, pero mi embarazo estaba muy avanzado y yo estaba guardando reposo.
Esquivé los libros sobre maternidad porque quería evitar obsesiones, supongo, y rechazaba esa preparación al embarazo y la crianza como si fuera un concurso de oposición a técnico comercial del Estado, ese afán perfeccionista en el que caemos las mujeres por hacer lo correcto de la manera más correcta posible. Quise fiarme de los médicos del sistema público que fueron haciendo el seguimiento durante la gestación. Llegado el caso, consultaría con ellos mis dudas sin tratar de contrastar sus conocimientos con infinitas lecturas para embarazadas.
Ella no había contemplado la idea de tener hijos hasta que mi padre, a quien conoció en la redacción del Diario Madrid y de quien se enamoró cuando ese periódico fue cerrado por el gobierno de Franco, logró convencerla con una frase que muchas veces nos hizo reír: “Tú tenlos y yo los crío”. No solo he entrado en la maternidad sin lecturas, también sin mi madre.
Yo tampoco pensaba que fuera a tener hijos, no era contraria pero sabía que mi prioridad no había sido esa, porque si lo hubiera sido, rebasados los 40, ya los tendría. Había escuchado a muchas mujeres cambiar su historia y sentir que arrastraban un fracaso existencial por no tener hijos. Yo me resistía a cambiar el guión. Asumía mis decisiones, no quería hijos por encima de todo, no creía que fueran una panacea que garantizara la felicidad. Pensaba que la maternidad era una experiencia formidable, tan extraordinaria que costaba imaginarla porque no se asemeja a nada, no había algo a lo que se pareciera y que pudiera servir de referente. Era una sacudida tal que no había forma de proyectarse.
La fecha que calcularon en la que me pondría de parto tras las 40 semanas de gestación era el 27 de febrero. Apenas 48 horas antes, en la librería de unos amigos donde se inauguró una exposición, todos me decían que se retrasaría. Yo les creía a pies juntillas. Aún me dio tiempo a visitar otra exposición de fotografías de Lartigue, cuyo título hoy me suena premonitorio: El cazador de instantes felices.
Carmen llegó puntual, en la fecha prevista. Las contracciones que empezaron temprano por la mañana me hicieron vomitar, sentí que el cuerpo se me partía, y constaté que la epidural es un milagro. Pensé que el hospital público donde alumbré a mi hija debía incluirse en alguna ruta para turistas estadounidenses como joya de la sanidad pública.
Agotada y feliz, solo rompí a llorar tres días después cuando leí el texto que el padre de mi hija escribió para darle la bienvenida. Narraba con claridad y sencillez su nacimiento, todo lo que nos había pasado desde que cruzamos el umbral de la clínica. “El padre en el parto es como un guionista en un rodaje: siente responsabilidad por el lío que montó hace tiempo y entiende que su principal tarea es no pisar un cable”, escribió.
Yo había visto el júbilo y emoción que rodeaban la llegada de Carmen en los ojos llorosos de los amigos y familiares que la sostenían, pero hasta ese momento no había lágrimas en los míos.
Compartíamos esta alegría después de que me acompañaran y sostuvieran en momentos de profunda pena y despedida. Enterré a mi madre ocho años antes de que naciera mi hija. Antes de que se fuera, casi vencida por la enfermedad, conoció a su primer nieto, mi sobrino Tomás. Pidió a los médicos que hicieran lo que fuera para poder aguantar hasta su nacimiento. Y en aquellos últimos meses me dijo que no me perdiera la experiencia de tener hijos, también que lamentaba que yo no tuviera “un hombro en el que apoyarme” y encontrar consuelo. Yo bromeé y le dije que podía cambiar esa última vocal: ¿quizá quería decir hombre y no hombro?
“No idealicemos, Andrea”, me dijo la siempre sabia M, cuya madre, también fallecida, fue amiga de la mía. Los bebés y la crianza tampoco eran el fuerte de nuestras madres. Pero ellas sabían darnos lo que necesitábamos, mujeres inteligentes y fuertes que a veces están ahí para que podamos llevarles la contraria, en ese amor furioso e inquebrantable que nos marca. Ese es el papel que he inaugurado.
Con los hermanos de mi hija, Lola y Max de ocho y cinco años, habíamos hablado mucho sobre cómo sería la niña. ¿Hablaría bajito como su padre y su hermana o fuerte como yo y Max? También me corregían cuando no la contaba (“Andrea, somos cinco”, insistían), porque para ellos Carmen existía plenamente aunque no hubiera nacido, la saludaban y despedían con absoluta seriedad en cada encuentro tocándome la tripa. Cuando supieron de su nacimiento, apenas unas horas después de que llegara al mundo, lanzaron la primera pregunta: “¿A qué escuela iría?” Me hizo reír su precipitación a la hora de planear su futuro, pero unas semanas después lamenté no haber escuchado su pregunta más en serio porque cuánta razón tenían: había caducado el plazo para solicitar el ingreso en las guarderías públicas.
Con Carmen entre los brazos descubrí un nuevo canal de comunicación. Las mujeres que me visitaban me contaban sus partos a la vez que me preguntaban por el mío. El número de horas, las dificultades, sustos o preocupaciones que habían padecido. Se abrió esa extraña caja de Pandora con secretos desconocidos hasta ese momento, secretos que no pasan por serlo, simplemente es algo de lo que no se habla hasta que tienes a una mujer recién parida cerca. Quizá sea esa la manera de decir “sé por lo que has pasado”.
En las escasas cuarenta y ocho horas que estuve en el hospital dos asesoras de lactancia, enfermeras y doctores me ofrecieron invariablemente información contradictoria sobre cómo dar de mamar a la niña cuyas encías amorataron mis pezones y me produjeron dolorosas heridas. Esta bebé de rasgos dulces y apacible carácter era una piraña. Estaba lista para pasarme al biberón pero me dijeron que esperara unos días, me hice con un sacaleches, visité a la matrona, a la pediatra, a la enfermera. Una decía que nunca amamantara tumbada, otra que nunca diera tomas de más de siete minutos por pecho, otra que había que lograr que se enganchara bien. Tanta tinta derramada sobre el estado de sensibilidad extrema en el que se encuentran las madres que acaban de dar a luz para nada, te abroncaban a la menor ocasión. Incluso por soportar el dolor cuando descubrieron que se me habían saltado los puntos. ¿Acaso no notaba yo un dolor fuera de lo común? ¿Acaso no entendían ellas que a mí nunca me habían dado puntos de sutura en los genitales y no sabía si ese dolor era lo normal?
La leche subió, mi hija pronto se enganchó, las heridas sanaron, las tomas se espaciaron y yo descubrí que llevo una severa institutriz dentro. No, la leche no era a demanda, porque no hay nada a demanda, respondía a quien trataba de convencerme. No, mi precioso y tranquilo bebé no dormiría en mi cama sino en su cuna junto a mi cama. Leí entonces el libro de una madre estadounidense con tres hijos en París, y su fascinación con las mujeres francesas. Después de haber vivido muchos años en Nueva York ese ingenuo deslumbramiento por todo lo francés lo conocía bien: el máximo piropo que mis amigas allí me dedicaron fue decir que “parecía francesa”.
Supongo que mi forma de organizarme con Carmen en estos primeros meses les llevaría a la misma conclusión. O no. Aquello era parte de mi vida anterior y aún me pregunto cómo se encajarán todas las piezas, lo que he sido y lo que ahora soy. Iba leyendo algún libro de relatos, un manual de una pediatra que me regalaron, y muy lentamente la gran novela de Proust. Mi suegra, médica de familia y madre de cinco hijos, me hacía sentirme segura.
Al mirar a la niña y ver sus mofletes redondos, y su nariz respingona pensaba en los cuentos con hadas madrinas, y ruecas y bebés preciosos. Sacaba fotos, y tal y como me dijeron que ocurriría, luego las repasaba con absoluto asombro. También pensé en los cientos de cuadros de vírgenes amamantando y sosteniendo a bebés que he visto a lo largo de mi vida. Ahora los entendía de otra manera, me interpelaban directamente. La Virgen del árbol seco, de Petrus Christus, con esas letras colgadas en las ramas que la rodean, me hacía pensar en esas ideas que no lograba plasmar, porque más allá de los mensajes de texto era incapaz de escribir. Por cierto, esos rostros hieráticos de muchas de esas figuras en iglesias y museos, ¿muestran depresión?
Una amiga me llamó varias veces preguntando si ya empezaba a sentirme mal. No acababa de creer que no sintiera ese bajón anímico y hormonal. Su insistencia rozaba lo cómico. Yo trataba de explicarle que había tenido a mi hija a una edad más avanzada y, lo más importante, junto a un hombre tranquilo que lograba apagar cualquier atisbo de angustia. Él sabía calmarnos al bebé y a mí. En un célebre discurso de graduación en Barnard, Sheryl Sandberg, la ejecutiva estrella estadounidense, dijo a las jóvenes graduadas que la decisión profesional más importante que tomarían en sus vidas sería la elección de su pareja. Yo pensé que lo mismo se aplica a la maternidad. Quien te acompaña en ese viaje determina, al menos en mi caso, el tono de la recién estrenada conversación.
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Andrea Aguilar es periodista cultural y desde 2003 está vinculada al diario El País. Nació y creció en Madrid en una casa rodeada de libros. Se licenció en Historia y Políticas en la Universidad de Kent en Reino Unido y, más adelante, fue becada en la Escuela de Periodismo de la Universidad de Columbia. En Nueva York, pasó siete años: fue voluntaria de la campaña de Obama, trabajó como fact-checker, se aficionó a los bagels y conoció Brooklyn cuando los taxis amarillos se resistían a cruzar el puente. Escribió sobre literatura estadounidense y entrevistó a muchos de sus protagonistas, principalmente para El País, pero también para revistas como The Paris Review. Coeditó el libro de conversaciones “Upstairs at the Strand. Writers in Conversation at the Legendary Bookstore” (W W Norton).