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Murió el cura carapintada denunciado por abusos

A los 70 años y víctima de un cáncer, murió en la provincia de San Luis el cura José Miguel Padilla, que participó de las asonadas de los carapintada en la década del 80 y que más tarde se refugiaría en la provincia de La Pampa. Allí, en la localidad de Intendente Alvear dirigió la Fraternidad de Belén, adonde había llegado en 2015, con 19 años, el entrerriano Vicente Suárez Woller para iniciar su vida monástica.

No lo consiguió. Fue abusado por el cura Padilla, a quien denunció en 2019 por esos hechos. En 2023, la Justicia pampeana absolvió al sacerdote de esos cargos por el beneficio de la duda. Las últimas semanas de vida, el cura las pasó en la habitación 1 del Centro Oncológico San Luis, donde recibía constantes visitas de sus fieles. Lo veían demacrado, carcomido por el cáncer que se había ramificado. Incluso a mitad de semana pasada su familia tuvo que salir a desmentir la noticia de su muerte, informada por redes sociales, publicó El Diario de la República.

Padilla, que integró los grupos carapintada de militares que se sublevaron contra el gobierno del expresidente Raúl Alfonsín, fue denunciado por abuso sexual en noviembre de 2019 por el joven oriundo de Santa Elena y exseminaritas de la Fraternidad de Belén. En diciembre de ese año renunció a los cargos de superior de la Fraternidad de Belén, de los Capuchinos Recoletos, y responsable del colegio secundario Nuestra Señora de Luján, de intendente Alvear, en la provincia de La Pampa. Y se refugió en San Luis.

El entrerriano que llevó a juicio a un cura: “Fue liberador”

Esos años en la oscuridad

La historia de cómo fueron los abusos, Vicente Suárez Wollert lo relató con publicaciones en redes sociales; después, ante un miembro de la Fiscalía pampeana, y así se abrió la investigación penal sobre el sacerdote.

Primero conoció a El Ángel Guardián.

Era un Guardián. Se verá después qué tan poco tenía de Ángel.

Lo primero que le dijo El Guardián: «Mi misión será acompañarlo en sus primeros pasos en la vida de la comunidad, hermano. Es hasta que se acostumbre, pero estoy seguro que pronto podrá adaptarse y guiar a otros que se sumen a nuestra fraternidad».

Lo segundo fue más intimidatorio: «Trate de hablar poco y de vigilar la custodia de los ojos, esto es, mirar siempre al suelo y no a los ojos excepto al padre superior».

No sabía entonces lo que al final ocurriría con el padre superior.

Vicente Suárez Wollert había dejado su ciudad, Santa Elena, para vivir la vida monacal. Se trasladó a La Pampa, con los frailes Capuchinos Recoletos. Tenía 19 años.

«Piense -le recomendó el Guardián- que Dios le está mirando. Su trabajo va ser la lavandería: por día cada hermano le traerá su ropa, la lavará, tenderá, doblará sin planchar, porque no es necesario en nuestra vida de pobreza, y dejará en la puerta de cada celda. A media mañana, puede tomar un café y regresa a su trabajo, pero siempre en silencio. Rece el Rosario mentalmente para coronar a Nuestra Señora con los cinco Rosarios al día».

Los Capuchinos Recoletos llegaron a Intendente Alvear, en La Pampa, en  año 2004 por pedido del entonces obispo Rinaldo Fidel Brédice. Tomaron a su cargo la parroquia y convento de la Inmaculada Concepción. Los frailes también tienen bajo su responsabilidad el Colegio Secundario Nuestra Señora de Luján.

Los Recoletos, que conformaron una versión dura y anclada en las viejas tradiciones del catolicismo, adoptaron el nombre de Fraternidad de Belén, y en sus estatutos dejan en claro su perfil: “Los miembros de esta fraternidad se proponen ante todo buscar la perfección de la caridad, es decir tender fervientemente a la santidad de vida para la mayor Gloria de Dios, de acuerdo a la espiritualidad franciscano capuchina, acentuando la sublime Cátedra de Belén, como camino de recolección”. Tienen tres casas religiosas. Una, en Intendente Alvear, La Pampa. Allí llegó Vicente Suárez Wollert con la pretensión de hacerse monje.

Nunca lo consiguió. Allí fue abusado por uno de los superiores, el padre fundador.

Abusos en el convento: la historia de una denuncia

El llamado del padre fundador

Todo empezó con aquel llamado del superior del convento Inmaculada Concepción, en Intendente Alvear, a 150 kilómetros al norte de Santa Rosa, La Pampa. La convivencia llevaba no más de tres meses y era el nuevo en aquel lugar. Lo sorprendió cierto trato privilegiado que empezó a tener. Pero no encontró nada extraordinario en eso. Hasta que sucedió todo lo que sucedió.

Un día el padre fundador pidió que fuera a su habitación.

Que debía  medirle la presión arterial y ponerle crema en un tobillo, lastimado producto de una caída. Eso hizo: fue a su habitación, le midió la presión, le aplicó la pomada en el tobillo.

-Me dijo que nadie lo iba a hacer mejor que yo. Dije que sí, que iría, y pregunté si tenía que ir con mi Ángel Guardián, que me seguía a sol y a sombra. Me dijo que no, que tenía que ir solo. Fue ahí que pasó: primero dijo una serie de incoherencias, que uno tiene que compartir el alma. Esa frase siempre la decía para justificar las groserías que decía o cuando se propasaba. Hasta ahí no había contacto físico. Me empecé a ponerme nervioso. Intento salir de la habitación, pero él salta de la cama, me agarró de atrás, me besó el cuello y me dijo que yo era solamente de él. Me acuerdo las palabras justas que me dijo: «Ya te siento un poquito más mío». Pensé que estaba poniendo a prueba mi castidad. Cualquier cosa pensé, menos que la persona que estaba encargada de cuidarnos, iba a tener este tipo de intenciones.

-¿Qué rol cumplía ese sacerdote?

-Es el fundador de la congregación y el superior actual. No me animaba a contar esto, porque pensaba qué podía pasar. Pero ahora poco me importa lo que pase. Todo eso que pasó se lo conté al obispo (auxiliar de Santa Rosa) Luis Martin, a través de un correo que le envié. No me contestó. Le envié un segundo correo. Llamé al obispado. Además, este sacerdote, después de que salí del convento, consiguió mi número de teléfono y me envió una serie de mensajes. Hice captura de esos mensajes y se los envié al obispo, y no hubo una sola contestación.

El padre superior es el cura José Miguel Padilla. Es el mismo que en su rol de capellán del Ejército acompañó, en 1988, el alzamiento carapintada contra el gobierno de Raúl Alfonsín. La primera chirinada tuvo lugar el 17 de abril de 1987 y se originó por la negativa del mayor Ernesto Barreiro a presentarse a declarar en la Justicia por delitos cometidos en la última dictadura. No hizo eso sino que se refugió en su regimiento, medida que fue acompañada desde Campo de Mayo por Aldo Rico.

En enero de 1988, cuando Rico fue llevado a la Justicia por aquel primer levantamiento, se produce el segundo movimiento carapintada, esta vez  con el acompañamiento del capellán José Miguel Padilla.

En 2013,  en Alvear, provincia de La Pampa, Padilla adquirió triste notoriedad por distribuir entre los alumnos del Instituto Nuestra Señora de Luján un material que contenía un feroz ataque a la presidenta de entonces, Cristina Fernández, por «no decir la verdad sobre la guerra contra la subversión llevada adelante por las Fuerzas Armadas» contra las «minorías rebeldes extremistas», enrostrándole al mismo gobierno nacional el hecho de «exaltar la gallardía de sus patéticos y deplorables protagonistas, hoy apañados».

También, por intentar desmentir «la historia oficial kirchnerista», que subraya que los indígenas masacrados durante la llamada «Conquista del Desierto» no eran originarios de este suelo, que eran «sanguinarios, cuatreros y extorsionadores». Y que esa actitud empobrecía el tesoro nacional.

Por ello, el material que el cura distribuyó en el colegio tildó de «monumental empresa» la llevada a cabo por el general Julio Argentino Roca en 1879 y difamó sin ruborizarse a quienes pretenden suplantar su nombre en calles o eliminar su imagen del billete de 100 pesos por la figura de Eva Perón, mujer que «no consiguió los logros» del militar.

Los abusos

En apariencia, los frailes viven con un regla estricta. La regla de San Francisco de Asís: «La oración y penitencia, el espíritu de reparación, la alegría de la radicalidad del Santo Evangelio, el decoro y fidelidad a las normas de la Iglesia en la celebraciones litúrgicas, la caridad fraterna, el silencio, son característica que queremos vivir. Intentamos, con la gracia de Dios acentuar más el aspecto conventual y contemplativo. Usamos el santo hábito, como signo de nuestra consagración, pobreza y ruptura con el espíritu del mundo».

-Previo al desayuno, había oraciones cantadas. Amaba el canto gregoriano, pero me resultaba terriblemente denso tener que hacerlo sin desayunar, con frío y con luz baja para ´conservar el ambiente monacal´. El estómago me hacía ruidos vergonzosos, cabeceaba de sueño. Si cerraba los ojos como fingiendo meditar, me dormía. Las letras se me escapaban y no retenía nada en mi mente. Cantaba rock nacional en mi mente para mantenerme despierto. Los minutos para consumir un té negro sin azúcar eran contados y muy deprimentes. El superior hacía sonar una campana y si no terminaste, pues doble falta por no seguirle el ritmo a la comunidad y por desperdiciar la gracia del buen Dios. Una falta total al voto de pobreza.

Había poco tiempo, mucho silencio, bastante disciplina y ningún espejo en el convento. Un día, lo encontró el superior husmeando su aspecto en el reflejo de un vidrio de la biblioteca.

Lo prohibido.

-No había espejos, por lo que no supe en mucho tiempo cuál era mi aspecto. Me observé en el reflejo del vidrio de un estante de la biblioteca y por primera vez pensé que de verdad era una linda persona. Sobre mi hombro vi al superior de la comunidad observándome… ´Cagaste, Ruso. Vanidad´. Fingí estar retirando suciedad del vidrio, pero fue en vano. Se acercó, me recriminó tal acto de vanagloria y agregó:  ´Y pensó bien, hermano Vicente. Usted es verdaderamente precioso´. Poco acostumbrado a recibir halagos y sorprendido, sin dudas, siempre esquivo a los mismos, lo tomé como una muestra de paciencia a mis torpezas. Seguidamente, me pidió que luego de las oraciones de la noche pasara por su celda -siempre inaccesible para la comunidad- a medirle la presión arterial y colocarle una pomada antinflamatoria en el tobillo como tratamiento a una caída bastante severa que le afectó esa parte del cuerpo. Lo tomé como una muestra increíble de confianza».

-¿Voy con mi ángel guardián?

-No, vaya usted solo.

Entonces empezó lo que nunca quiso que pasara.

-Debía atravesar un largo salón que usábamos para la catequesis, una puerta, otra puerta y la mirada fija para no pensar en la terrible fobia que le tenía por aquel entonces a la oscuridad. Golpeé la puerta. Pasé. El superior ya estaba sin su hábito. Era un hombre muy grande, de buen físico pese a estar entrado en años. Medí la presión, valores normales, también su pulso. Coloqué la pomada y apliqué calor según las indicaciones médicas. Sentí un leve quejido y le pedí disculpas», recuerda en su relato.

-A usted le perdono cualquier cosa, mientras sea solo mío -le dijo el superior en aquel momento.

«Quedé helado pensando por pocos segundos qué quiso decirme y una vez más fue el humor mi escapatoria: -Padre, creí que el voto de pobreza no le permitía tener nada como propio».

Entones, recuerda, el superior «lanzó una fuerte carcajada – de esas prohibidas por el manual de costumbres del convento – y rompió el Gran Silencio obligatorio al finalizar las oraciones, pero al menos me alegró verlo un poco mas suelto, más humano. Sin embargo mi incomodidad era notoria».

-Relájese. Hay que saber compartir el alma.

El relato de Vicente sigue:

«Esa sería su frase recurrente y su mejor excusa a partir de entonces: compartir el alma. Aquella noche, mientras realizaba mi tarea, atinó a acariciarme un brazo y a preguntarme qué llevaba debajo de los hábitos. Ya temblaba. Al levantarme de la silla, despedirme y dar media vuelta, se levantó de un salto (¿Y el tobillo?) me abrazó por detrás, me besó el cuello y me dijo al oído:

-Mío, de nadie más, mío.

Quiso ignorar lo que sabía que había pasado. Pensó que lo estaba poniendo a prueba. Fingió que nada de lo que había pasado había fatalmente ocurrido. Se despidió:

-Santa noche, padre.

Ahora recuerda aquella situación traumática: «Esa noche no recé mis oraciones en la celda. Estaba triste. Me saqué los hábitos, caminé por el pasillo, utilicé el baño e intenté dormir. Dentro de la habitación donde fui a atender al sacerdote había una especie de mini capilla donde celebraba misas privadas ¿No pensó que el mismo lugar donde buscaba satisfacer sus pasiones más bajas estaba en la presencia de Dios? Lo más triste es que a pocos metros estaban mis papás, que habían ido – con mucho esfuerzo- a visitarme tan lejos. No podía hacer más que pensar en ellos. En buscar las palabras para decirles que me sacaran de allí cuanto antes. Nunca lo hice. Me invadían las preguntas, las dudas, los miedos. Trabé la puerta – algo también prohibido – por miedo a que aquella noche entrara en algún momento. ¿Me seguiría molestando? ¿Me va a echar si no le sigo la corriente? ¿ Será que solo buscó probarme? En algún momento logró vencerme el sueño y el cansancio, porque me despertó el repique de campanas indicando que comenzarían las oraciones».

El calvario en el convento no se detenía.

Así lo cuenta: «Por las noches, debía continuar las visitas a la habitación del cura. Esa noche fui con la esperanza de que le diera vergüenza lo que había hecho la noche anterior. Tomé una distancia tajante. Ni siquiera esbocé una sonrisa».

Pero el superior lascivo seguía con su acoso:

-Cada día lo siento un poquito más mío.

No respondí nada.

Se enojó. Y dijo, con gesto displicente:

-¿Ya vamos a mariconear, hermano Vicente? ¡Bueno, señorita, mueva las tetas, enfermera! ¡Que la tratan bien y se retoba!

Siguió con su acoso. Así lo cuenta: «Lloré. El se reía a carcajadas. Pensé en las costumbres del convento y el silencio y aquella prohibición que teníamos de llorar. Cada vez que me levantaba a tomar un elemento, atinaba a querer -criollamente hablando- tocarme el culo. Le pegué con el estetoscopio en la muñeca».

-Estás en pecado mortal por golpearme. Si querés seguimos pecando.

El padre fundador seguía acosándolo.

«Pensaba en el gran silencio y no respondí. Temblaba. Otra vez quería llorar. Mamá. Papá. ¿Por qué no les dije nada? Otro manotazo. Tomé las cosas y salí. Atropellé cuanto había a mi paso. Ni pensé siquiera en mi temor a la oscuridad. Mi celda, trabé la puerta. Me senté en el suelo: me salvé un día más. O eso creía cuando sonó la campana de la enfermería y tuve que salir corriendo: un hermano estaba con vómitos. Casi en simultáneo llegó el cura, indicándome que guarde silencio porque así lo establecían las reglas del convento. Cinismo puro».

-Usted -susurró, acariciándome la espalda- tiene una delicadeza especial con los enfermos. Por obediencia, queda a cargo de la enfermería.

Pensó. Puteó: «La puta que lo parió».

Lo escuchó al padre fundador decir una nueva orden para él:

-Necesitaría que me vuelva a tomar la presión. Lo espero en la celda.

«Junté coraje y fui, con la piel de gallina. Le mentí sobre sus valores de presión. Los exageré para que otro hermano se lo llevara al hospital, pero me llevaron a mí. Desde entonces, debía acompañarlo a todo lugar al que iba, soportar sus comentarios, sus alardes. su falsa devoción, sus obscenidades, los manoteos, arrinconadas, a la par de sus reflexiones del sermón del domingo. Ver cómo la misma mano que daba la Eucaristía a los niños me hacía señas invitándome a coger. La misma boca que me absolvía en la confesión  me afirmaba cuanto lo calentaba. Por obligación, yo era el favorito. Recibí antes los hábitos y me cambiaron el nombre por uno religioso: Matías de San José. Pero en el pueblo todos me conocían por Tato o simplemente Vicente. Mis papás me llamaron por teléfono al llegar a casa. Estaban bien, me extrañaban. Yo les dije también que todo estaba bien por allí. Se escuchaba un zumbido: desde alguna línea interna se escuchaban nuestras conversaciones. En las visitas siempre había un hermano más avanzado en años escuchando. Las cartas eran leídas antes de ser enviadas. Las recibidas, también. Las visitas, contadas. Las salidas, siempre justificadas y acompañados. Las costumbres del convento de las que hablo, muy claras: no cruzarse de piernas, no tutearse, no alzar la voz, no contar chistes, nombrar a Dios cada quince palabras aproximadamente (imposible), no hablar con mujeres que no sean de la familia. Siempre pensaba que tanta rigidez ocultaba serias patologías. De hecho, me tocaba soportar de parte de mi superior el desborde de tanta cosa reprimida, tanta devoción absurda, tanto hermetismo ridículo. Un día le dije que en la próxima visita del obispo le contaría la verdad. Otra vez la carcajada:

-Al obispo lo tenemos agarrado de acá (se sujetó a la altura de la ingle). Contale lo que quieras.

Agaché la cabeza, me mordí el labio inferior, apreté el rosario

Un día decidió dejar ese lugar. Y volvió a su pueblo, Santa Elena.

Ahora recuerda todo eso con más templanza, con cierta rabia, liviano.

Sabe que no fue el único abusado. Otros le han confesado estragos parecidos en el convento. Está decidido a contar lo que le ocurrió. Sólo que avanza con mesura.

-Esto no puede quedar en secreto de confesión, o en charlas privadas.

De la Redacción de Entre Ríos Ahora.

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