“Me gustas cuando callas porque estás como ausente”, sentencia Pablo Neruda en su Poema XV que tanta polémica despierta. Durante mucho tiempo se lo entendió como un acto de adoración: le conmovía el mundo secreto de la mujer amada. Con el tiempo, el feminismo -y otras y otros también- lo señalaron con el dedo: ¿hacía Neruda una apología de una relación asimétrica donde ella está impregnada por el silencio?
Las respuestas pueden ser múltiples pero el verso abre paso a discutir el rol de las palabras y del sosiego. Disfruto hablar con mi gente imprescindible, también saber que podemos pasar ratos de calma, de quietud, de miradas sin necesidad de pronunciar una sílaba. Cuando eso se logra sin tensión, sin que aparezca una tos nerviosa o una referencia al clima es porque hay entendimiento. Podemos compartir mundos y confidencias sin necesidad de decirlos. Se sienten, se perciben. Es una comunicación paralela al diálogo, la certeza de que uno se conoce tanto que basta con escuchar la respiración y admirar los gestos.
Pese a amar los silencios, pescar no me ha atraído. Lo hice pocas veces en mi vida. Una, de chico y otra, ya padre, con mi mujer y mis hijos pequeños. Aquella vez el varón sacó un dientudito de la laguna de Chascomús -luego lo volvió a tirar al agua, le daba pena- y esa foto (él con el pececito en una bolsa con agua) es una de las imágenes entrañables de la familia. No sé si por haber callado, pero sí por participar de una práctica ancestral: buscar el alimento y no ir a comprarlo al supermercado.
Si bien la caña y el anzuelo no han sido centrales, sí lo ha sido la búsqueda de un espacio de serenidad. De encuentro. Para mí es el tiempo de lectura. Pocas postales me dicen más que un sillón -si de cuero gastado, mejor- con una buena luz en el que poder refugiarse con un libro que nos descoloque un poco. O un mucho. No voy a la pesca de peces, cierto, pero sí a la de ideas, a un momento vital en que todo parece cobrar sentido.