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Mundos íntimos. Por una pelea familiar, mi papá se crió sin mi abuelo. Yo quise cambiar la historia y busqué mi origen.

Por que no la llamás? La pregunta volvía con frecuencia. Había una cuenta pendiente en mi vida y era conocer la familia que mi abuelo había formado, pero que no era la mía. Durante décadas se había clausurado todo contacto entre unos y otros. Podía llamar, sí. Pero me generaba miedo la respuesta del otro lado. El tiempo pasaba y me preguntaba si era tarde. Una parte de mí necesitaba dar el paso -agarrar el teléfono- y habiendo transitado el camino, compartir mi experiencia.

Soy nieto del escultor argentino Jorge Michel, aunque nunca lo conocí́ ni tengo ninguna de sus obras. Mi primera conexión con él fue a través de las imágenes: una serie de diez fotografías blanco y negro que lo muestran en su taller, en plenitud, enfrentando largas horas de esculpido sobre piedra, en silencio y envuelto en su misteriosa expresión.

Esas fotos llegaron a mis manos cuando tenía 6 años gracias a un pedido de mi madre a la artista plástica Josefina Robirosa, quien había sido pareja de mi abuelo por 30 años. Durante mucho tiempo fueron el único registro que tuve de su presencia, sin contacto con otros amigos o familiares , ya que mi padre no quería tener relación con ellos. ¿Cómo me podía conectar con una persona que no había conocido? ¿Dónde fueron a parar sus esculturas tras su muerte? ¿Qué pasó con ellas? ¿Qué puertas habría que tocar para volver a reunirlas?

El escultor Jorge Michel -abuelo de Iair- en los años 70 en su casa de San Isidro con su segunda mujer, la artista Josefina Robirosa, jugando con la obra “Cúmulo”. El autor de la nota quiso entrevistarla para conocer su mirada sobre esta historia pero ya sufría un Alzheimer que le impedía recordar. Foto: Gentileza Eduardo FríasEl escultor Jorge Michel -abuelo de Iair- en los años 70 en su casa de San Isidro con su segunda mujer, la artista Josefina Robirosa, jugando con la obra “Cúmulo”. El autor de la nota quiso entrevistarla para conocer su mirada sobre esta historia pero ya sufría un Alzheimer que le impedía recordar. Foto: Gentileza Eduardo FríasPor momentos pensaba que Michel -como me enseñaron a llamarlo- sólo había hecho dos esculturas, que estaban expuestas en el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (Malba). Dos bancos de maderas centenarias, con formas sinuosas, que a diferencia del resto del patrimonio del museo, eran las únicas obras que se podían tocar e incluso sentarse.

En mi casa no había esculturas, y las fotos de mi abuelo estaban guardadas en un cajón. Durante mi infancia crecí con un relato: “Robirosa se había quedado con todo”. Tuve que construir desde la ausencia. Habían pasado 30 años desde la muerte de mi abuelo. Eran otros quienes tenían las obras y sus pertenencias.

Jorge Michel trabajando en su atelier en una de sus esculturas: un banco hecho con maderas centenarias. Foto Gentileza Archivo Fundación IDAJorge Michel trabajando en su atelier en una de sus esculturas: un banco hecho con maderas centenarias. Foto Gentileza Archivo Fundación IDAComo trabajo en cine me propuse hacer una película sobre mi abuelo, pero iba a necesitar acceder a una familia que sentía ajena para pedirle que me abriera sus puertas. Buscaba sus obras extraviadas, su historia, sus fotos y su voz mientras recuperaba mi propia identidad.

Un amigo periodista me consiguió el teléfono de la casa de Josefina. Guardé el papel manuscrito en mi bolsillo durante meses, pero no me atrevía a llamar. Cuando al fin me animé, Josefina no podía contarme nada. Tenía un Alzheimer avanzado. Pensé que era demasiado tarde: ya no contaba con la palabra de la coprotagonista. Pero ellos -por fortuna- no eran los únicos testigos.

La primera vez que me encontré con la hija de Robirosa, María, fue en 2018. Me devolvió el llamado y nos tomamos un café. Tenía mucho para contarme, aunque una parte de mí me impedía disfrutar en confianza del anecdotario que me regalaba. Fue una de las aproximaciones más amables que tuve a esta historia -en la que pensé que solo iba a encontrar rechazo-. Durante todo el tiempo que siguió y hasta hoy le agradezco su generosidad.Como lo que yo buscaba eran fotos me habló de Juan Cavallero: había sido un gran amigo de mi abuelo, además de diseñador y fotógrafo. Una tarde lo llamé. “Le saqué muchísimas fotos”, me dijo. “Durante diez años lo fotografié en su taller trabajando, la evolución de las obras… Pero es una lástima, cuando se las pedí, Robirosa me dijo que ya no estaban. Que las había quemado”.

Sentí una gran desolación. Su testimonio alimentaba el relato con el que había crecido, pero me resistía a aceptarlo. Me resultaba cruel e inverosímil. ¿Puede ser alguien capaz de hacer semejante cosa? ¿Cómo quien vivió a la par durante 30 años podría ser responsable de la desaparición de su legado?

Una vez más, mi sensación era que había llegado demasiado tarde: Josefina no podía darme su versión de los hechos; las últimas imágenes de Michel ya no estaban; y las obras, extraviadas o perdidas. Para mí, esas esculturas representaban el único punto de encuentro con mi abuelo. Si no se podía acceder a verlas, si todo se había perdido, ¿Michel sería olvidado para siempre?

Michel y Josefina se conocieron cuando la vida transcurría en lugares que ya pertenecen al pasado. Josefina nació en Buenos Aires en 1932 y vivió su infancia en el Palacio Sans Souci, la casona de los Alvear en las Lomas de San Isidro. Se casó muy joven y a los 19 años ya tenía dos hijos con el sociólogo José Enrique Miguens. Pero a los 25 resultó una adelantada para su rígida época: se separó escandalizando a su círculo social.

“Michel y Josefina se enamoraron, y fue el encuentro de dos personalidades y de dos clases sociales muy diferentes”, me contaría Mario, hermano de Robirosa. “Éramos de origen aristocrático y de la ‘high society’, y ella se unió con Michel, que había sido foguista en barco, era un reo, huérfano de madre, y cuyo padre prácticamente lo abandonó”.

En los años 70 esa unión los catapultó como una pareja artística de suma exposición. Josefina era retraída y la trataban como a una “niña tonta con plata”, y Michel la enlazó con el círculo cultural de la poesía y le dio impulso para que se muestre al mundo. Él, a su vez, por el contacto con la aristocracia y las clases altas, pudo volcarse a la escultura y conseguir buenos compradores para sus obras. Cuando comencé a entender la complejidad que había detrás de esta historia sentí que era inevitable tratar de retratarla a través de la película.

En la biblioteca de mi papá había un pequeño libro viejo y gastado que atesoraba con cuidado. Se llamaba “Acerca de los naufragios”, era de 1962 y recopilaba poemas que mi abuelo Michel había escrito en altamar durante su época de marinero. Tenía una dedicatoria escueta con su nombre: “Para Juan Jorge”. El libro, sin aludir en forma directa, evocaba un naufragio: el de la pérdida de su hijo.

Mi padre recibió el apellido de su padrastro y creció creyendo que era propio. Por eso el reencuentro con Michel tardó mucho más de lo esperado. Mi abuela Judith formó una nueva pareja mientras Michel viajaba y mi padre todavía era un bebé. A poco de enterarse, los relatos acusan que Michel atacó a golpes en un bar al nuevo novio de mi abuela. Y luego de ese episodio, Judith y mi abuelo adoptivo se mudaron a otra ciudad, llevándose a mi padre. Era una época, reconstruí tiempo más tarde, en la que Michel se embarcaba durante meses abandonando su hogar. Además, me cuentan, tenía problemas de alcoholismo que pudo superar tiempo más tarde.

Por mi parte, yo nací y crecí con el apellido de mi madre, Attías, hasta que cumplí 20 años: fue entonces cuando la burocracia me permitió recuperar una parte de mi identidad. Cuando incluí “Michel” en mi documento, sentí que estaba recuperando un legado esquivo.

Mi padre y Michel se reencontraron en 1985, gracias a una serie de personas, amigos y familiares, que lo propiciaron. “Un día mi madre me dijo que Michel me quería conocer, y me dio un papel con el teléfono y la dirección. Pero no lo llamé. Fui directo a su taller, en Barracas, y me presenté”.

El derecho a la identidad, a través de la creación del Banco Nacional de Datos Genéticos, se consolidaba en una generación que había resistido a la represión y ahora reclamaba verdad y justicia. Así pudieron reconfirmar que compartían la misma información en sangre. A los 66 y 30 años respectivamente, padre e hijo iban a poder recuperar mucho del tiempo perdido. Michel era un escultor ya consagrado y de gran popularidad. Tenía taller, obras y muchos proyectos por delante. Sin embargo, apenas cinco años más tarde, en 1991, un cáncer precipitó su muerte.

“Uno ve bien a una persona y piensa en la inmortalidad, en que va a vivir cien años”, me dijo una vez mi padre. Se refería al escaso tiempo que tuvo para compartir con mi abuelo. Años intensos donde hubo sitio para aprender a cocinar camarones (recetas del barco), quedarse a dormir en el taller o discutir sobre política. Incluso mi padre me contó que me llevó de visita, cuando yo tenía pocos meses de edad, a ver a Michel ya muy enfermo a la casa de San Telmo donde lo cuidaba Robirosa.

La irrupción de mi padre, producto de una relación anterior, marcó un antes y un después en la relación de Robirosa y Michel como pareja. Fueron épocas difíciles donde discutían y se distanciaban, pero ella, a pesar de todo, fue quien se encargó de cuidarlo durante su enfermedad y hasta el final. Tras la muerte de Michel, el taller con varias de sus obras y sus papeles personales quedó en manos de Robirosa, a pesar de que no estaban casados. Mi padre no recibió ningún tipo de herencia y se distanció de una familia que no sentía propia.

Nadie me lo decía pero el desenlace no fue feliz: algo se había roto. Yo no quería señalar culpables, pero no podía evitar sentir dolor. Era injusto que mi padre no hubiera heredado nada y que Michel hubiera muerto tan joven. Mientras hacía la película, me parecía injusto tener que pedir permiso para ver fotos de mi abuelo.

Me costó comprenderlo. ¿Qué pasó entre mi padre, Robirosa y sus hijos en ese momento? ¿Qué diferencias, que no fueran solo materiales, se podrían haber interpuesto? A medida que pude escuchar, entendí que había aspectos gravitantes. Pero no estuve ahí, así que solo podía conjeturar.

“Creo que Josefina se enojó con la muerte de Michel”; “Ella no podía volver al taller, todavía la presencia era muy fuerte”; “Es difícil entenderlo, pero quiso desprenderse”. “Si Michel ya no estaba que nada ni nadie se lo recordara”. Concluí que los duelos no admiten juicio, solo respeto. Las voces de diferentes testigos me ayudaron a entender que ella también tenía derecho a distanciarse, y a no ser la única responsable de cuidar su legado.

La búsqueda me trajo -en iguales medidas- un pasado familiar y un legado artístico. De a poco los fragmentos se fueron uniendo. Se abrieron cajas, recuerdos. Encontramos las fotos, que -por fortuna- no se habían quemado. Y las obras también empezaban a aparecer.

Al final del camino sentí un sabor dulce y amargo. Las esculturas existían, las pude tocar y filmar. Pero ¿las estaría viendo por única y última vez? ¿Habría posibilidad para un reencuentro con su público? Dar el paso para retomar una historia suspendida en el tiempo no fue fácil. Sentí adrenalina y temor a lo que tuviera que escuchar, a lo que se removía, a herir a otras personas con mis preguntas. Hacerlo fue un camino de ida.

Hoy, treinta años después, entendí que la posibilidad de mantener viva la memoria de mi abuelo no podía depender de otros. Sí, en cambio, de lo que yo pudiera crear. De una historia propia, de aquella herencia inmaterial que me acompañaba desde el momento en que llevé su apellido. Mientras intento difundir el legado de Michel al presentar la película que terminamos, veo a mi hija Ana, de dos años y medio, sentarse en uno de los bancos de madera que exhibe el Malba. Ella tiene el apellido Michel -acompañado por el de su madre- desde que nació y algunas cosas serán más fáciles. Si quiere saber quién fue su bisabuelo, podrá hacerlo.

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Iair Michel Attías. Nació en 1990, en Buenos Aires. Egresó de la carrera de Dirección de Montaje de la ENERC, donde actualmente dicta clases. Estuvo a cargo del montaje de “Terminal Norte”, dirigida por Lucrecia Martel, y “Medium”, de Edgardo Cozarinsky, estrenada en la 70 Berlinale. Le apasionan la búsqueda de material de archivo y el rescate de nuestra memoria histórica. En 2023 presentó “Catálogo para una familia”, su ópera prima como realizador documental. Recorre la vida del escultor argentino Jorge Michel –su abuelo–. Se proyecta todos los viernes de octubre a las 20hs en el cine del Malba.

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